Por Eduardo Agosta Scarel, O. Carm
El cambio climático es una realidad ineludible. Las ciencias y los datos globales del estado del clima de la tierra son contundentes. Por ejemplo, hoy vemos que los hielos de Ártico han alcanzado el verano pasado su mínimo histórico de los últimos 40 años; que la parte occidental de la Antártida colapsa quebrando masas milenarias de hielo; que el calentamiento global ya es de 1,1ºC respecto de período donde no había quema de petróleo, carbón o gas natural; que el aumento medio del nivel del mar se posiciona en 3 mm por año, y es el triple en las regiones ya más afectadas ahora (Islas del Pacífico); y que la emisiones continuas de dióxido de carbono cada semana se van alejando del umbral de seguridad acordado en el Acuerdo de París. Por no mencionar la desaparición de glaciares en montañas, la acidificación de los mares y la muerte biológica en ellos; el progresivo aumento de eventos meteorológicos extremos, los records de olas de calor, de inundaciones … y la lista sigue.
La Conferencia de las Partes (COP) número 25 sobre el clima, o Cumbre del Clima, debía realizarse en Chile, pero debido a los disturbios políticos en Santiago, tuvo que reubicarse en tiempo récord. Cancelar una COP con semejante emergencia climática no era una opción. El Reino de España se ofreció generosamente para organiza la cumbre. Tan sólo en 4 semanas de preparación, la Secretaría de Cambio Climático de las Naciones Unidas (ONU) y los gobiernos de Chile y España trabajaron a contrarreloj para proporcionar una organización eficiente y exitosa de la COP. En ella, tanto los gobiernos, las empresas, las autoridades locales, las ONGs y la sociedad civil en general hemos puesto grandes expectativas.
Podemos afirmar que la organización logística para semejante reunión internacional ha demostrado ser un éxito, donde se ha respetado, en su mayoría, las agendas formales de negociación, la reuniones y eventos oficiales de la ONU, los eventos paralelos y las conferencias de prensa planeados. Las grandes expectativas de esta COP25 nacen del hecho de que ella es la antesala a la COP26 que se realizará en Glasgow en el 2020, año que cierra el plazo que estableció el Acuerdo de París, documento acordado por todos los países durante la COP21 en el 2015 para gestionar globalmente la crisis climática.
En el Acuerdo de París, los países se comprometieron encaminar al mundo hacia el desarrollo sostenible y limitar el calentamiento global del planeta entre de 1,5ºC a 2ºC por encima de los niveles preindustriales. Han sido cinco años donde cada país se comprometió a esbozar, de la mano de las ciencias y sus propias posibilidades, las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional, o Ambiciones, que serán acciones climáticas posteriores a 2020, tendientes a aumentar la capacidad de adaptación a los efectos adversos del cambio climático, fomentar la resiliencia al clima y el desarrollo de bajas emisiones de gases de efecto invernadero, de manera que la producción de alimentos se garantice. Los países también acordaron trabajar para que las corrientes de financiación fueran coherentes con una vía hacia un desarrollo sostenible, con bajas emisiones de gases de efecto invernadero y resiliente al clima. Pues allí, en estos temas están puestas las expectativas en cada COP desde el 2015. Todavía hoy, la mayoría de los países no han elaborado Ambiciones suficientemente reales como para garantizar el éxito de estas metas; por ejemplo, respecto a cómo llegar a emisiones netas cero de dióxido de carbono en el 2050 a nivel nacional.
Todavía hoy, el tema de cómo abordar las Pérdidas y Daños no está zanjado. El rango de propuestas sobre cómo proporcionar financiamiento a los países vulnerables que se recuperan de eventos climáticos extremos, o de impactos de inicio lento como el aumento del nivel del mar, es demasiado amplio. Las posiciones se extreman entre el bloque de Estados Unidos y Australia, y el de China y otros países en vías de desarrollo. En pocas palabras, Estados Unidos parece querer asegurarse de que nunca se haga responsable de las pérdidas y daños causados por los impactos climáticos en países vulnerables, a pesar de ser responsable de casi un tercio de los gases que ahora calientan el planeta.
Finalmente, todavía hoy, no se ha destrabado cómo será el nuevo sistema de mercado de carbono para ayudar a los países a “descarbonizar” sus economías al menor costo. Las reglas de juego de este mercado se libran entre un espacio de oferta y demanda entre dos países para comercializar unidades de carbono, o en establecer un mercado regulado, con impuestos y puniciones impositivas, por un sistema de gobernanza centralizado, para todos los países (sistema similar que ha mostrado su éxito en el Protocolo de Montreal con el Agujero de Ozono). Según cómo se definan finalmente las reglas de juego de este mercado, podremos pensar que el Acuerdo de París se logre con más o menos éxito. Porque, tanto las Ambiciones de los países como la inclusión, o no, de empresas, en el camino hacia el desarrollo sostenible, amigable con el clima, todavía hoy están pendiendo, como de un hilo, del techo de esta definición.
Cabe destacar que cualquier definición que tenga en cuanta las metas del Acuerdo de París, necesariamente significará una drástica reducción del uso de combustibles fósiles como principal energía en los países. Todavía hoy, la extracción planificada multinacional para los próximos años, de carbón, petróleo y gas ya es suficiente para superar largamente la meta de 1.5oC. Los países donde la producción de combustibles fósiles es grande, como en Estados Unidos, Australia, Arabia Saudita, Brasil, Rusia y otros (donde se incluye Argentina), son quienes parecen que trabajan para socavar las negociaciones que introducen restricciones del lado de la demanda, que el Acuerdo de París fomenta. El camino es ir por otras energías alternativas.